jueves, 23 de agosto de 2007

Hermandad

Con los hermanos pasa un poco lo mismo que con los primos, pero puede ser peor. Cierto, con ellos compartimos la sangre, una historia común, los padres y una cierta fidelidad, alianza o pacto -también el cariño-, pero por otro lado un hermano y otro pueden ser tan distintos que al parecer lo único que tienen en común es esa historia forzada por el ánimo multiplicador de los padres.
He conocido hermanos entrañables, amigos, afines, como también he sabido de hermanos que poco se han acercado entre ellos o que no tienen mucho en común. He conocido la hermandad también, claro, tengo dos hermanos, un hermano y una hermana. ¿Qué puedo decir de ellos y de la hermandad?
Uno de mis primeros recuerdos acerca de la idea de tener un hermano pertenece a mis tres años y medio (acabo de sacar la cuenta). Recuerdo muy bien que fuimos al hospital porque había nacido mi hermano. Tengo una imagen de esa situación: una cama (alta, bien alta para mi edad), luz, una pieza blanca y nada más.
Un poco después entré al colegio, junto con mi hermana, entramos el mismo año al kinder, a pesar de que ella era un año menor que yo (después la hicieron repetir, por inmadura). Siempre sentí que debía protegerla -soy el hermano mayor-, de hecho creo que íbamos tomados de la mano al colegio.

De todos modos hay algo bonito en mi relación con mis dos hermanos y está vinculado con nuestra infancia. Nosotros vivimos varios años en una casa cerca de Vicuña Macquena, en la calle Rameaux, en un barrio donde todas sus calles tienen nombres de músicos clásicos, incluso hay una calle Stravinsky y, por supuesto, una calle Mozart. En esa casa nosotros jugábamos en un gran patio que había detrás; también jugábamos en la calle, con nuestros vecinos (al frente vivía Mariela y unas pocas casas más allá de la vereda de nuestra casa, otra vecina que un día me dejó mi sombrero vaquero oloroso a su perfume de pelo).

En los juegos con mis hermanos yo era el director de orquesta y, de acuerdo a los tiempos militarizados que vivíamos, construíamos fuertes en el patio, aprovechando alguna mesa abandonada u otro mueble desvencijado que no sé por qué razón estaría ahí. Yo era el capitán del fuerte, el que daba órdenes, la Claudia la enfermera y Esteban el soldado raso. Era un orden jerárquico. Me acuerdo que Esteban siempre estaba dispuesto a obedecer órdenes, tanto mías como de mi hermana (eso le duró hasta que por fin llegó a su adolescencia -después se puso puntudo-). En esos fuertes nosotros instalábamos frazadas, tacitas de juguete y disfraces, por supuesto teníamos cascos. Por mi parte construí un cañón, arriba -el fuerte tenía dos pisos-, que era una especie de gran honda-ballesta, con el cual nos podíamos defender de los embates de la Mota, nuestra perra pastora alemana, que una vez me mordió, también a mis hermanos, y que se fue al exilio después de destrozar una familia de conejitos que teníamos enjaulados -solo se salvó uno, que estaba en una esquina tiritando entero el pobre (todos quedamos choqueados con la imagen de la piel mullida blanca, despedazada a jirones, mezclada con trozos ensangrentados de conejos, repartidos dentro de la jaula y fuera de ella)-.
Después hemos crecido y nuestros juegos se han convertido en una cierta complicidad atávica, a veces complicada.
En muchos sentidos, me parece, mi modelo de amistad se ha basado en mi relación de hermandad inicial, en todos esos juegos y alianzas que tuve con mis dos hermanos; con ellos aprendí a jugar y a imaginar mundos, a creer en nuestros escenarios y a saber aceptar roles. Con ellos aprendí a ser algo más que yo mismo y también aprendí a cuidar la fantasía: en alguna Navidad apoyé conscientemente todo el psicodrama del viejo pascuero -actuando como buen Yo-auxiliar-, caldeando la expectativa de mis hermanos por la inminente llegada del viejito pascuero o simulando creer también que mientras habíamos salido a dar el paseo con el papá, el viejito había pasado por la casa, que se había tomado un cola de mono y que se había tenido que ir sin poder vernos porque tenía muchos regalos que entregar. Yo cómplice, finalmente, de todo ese asunto, si bien la Claudia un día me dijo claramente que ella no creía en el viejito pascuero y que sabía que eran mis papás.
Creo que cuando salí de Chile por seis años se dio la oportunidad de que mis dos hermanos se acercaran más. De hecho la primera vez que vine de visita los sentí muy confabulados, por decirlo de una manera, muy compinches, cosa que me gustó, porque la verdad antes de mi partida primaba cierta odiosidad entre ellos, ahora se agregaba algo muy positivo a su relación. También ha existido ese aprendizaje por la experiencia entre nosotros, crecimiento, a veces con dificultades pero, en fin, no se puede pedir peras al Olmo y hay que saber recoger lo mejor que la vida nos da y uno de los regalos de la vida es la hermandad.

Cuidemos la hermandad.
Es una recomendación de Fondos Mutuos La Libertadora.

Discúlpenme, no puedo dejar de ironizar frente a mi compulsión a pontificar o de escribir cosas "políticamente correctas" pero verdaderas.

En todo caso no se puede hablar de todo.
No pararíamos nunca.
Solo nos queda corregirnos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que tener hermanos es el precio que debemos pagar de niños para tener de grandes la posibilidad de compartir. De niños también compartimos, pero sin decidirlo, hay lo que hay. Y de grandes guardamos la impronta del límite, de que todo no se puede, que debemos dejar algunas cosas para tener otras.
Es muy bello que nos muestres ese camino de hermano mayor que debiste atravesar entre guerras de mentira y rivalidades verdaderas. Se parece a otras historias de hermanos, pero tú decides ahora regalarla, haciéndonos volver los ojos a la nuestra.
Gracias Patito, no sabes cuántas imágenes se despiertan cuando desgranas éstas perlas de tu vida. Abrazote fuerte.

Anónimo dijo...

Creo que tener hermanos es el precio que debemos pagar de niños para tener de grandes la posibilidad de compartir. De niños también compartimos, pero sin decidirlo, hay lo que hay. Y de grandes guardamos la impronta del límite, de que todo no se puede, que debemos dejar algunas cosas para tener otras.
Es muy bello que nos muestres ese camino de hermano mayor que debiste atravesar entre guerras de mentira y rivalidades verdaderas. Se parece a otras historias de hermanos, pero tú decides ahora regalarla, haciéndonos volver los ojos a la nuestra.
Gracias Patito, no sabes cuántas imágenes se despiertan cuando desgranas éstas perlas de tu vida. Abrazote fuerte.

Pola dijo...

Ay Pato.
Primera vez que entro a tu blog y sales con estas...
En lo personal me crié con 7 hermanos y descbrí luego que tenía 7 más: soy la única hija única que tiene 14 hermanos...ya sé que no se entiende pero las familias y sus patologías, qué le voy a hacer yo.
Las relaciones con todos ellos son de lo más variadas...pero todas ellas han sido valiosas para crecer y saber quién soy siendo, ya sea por contraste o por sincronía.
Para mí la vivencia de tener hermanos es irremplazable, yo veo a mis tres niños jugando, peleando y ayudándose...y sí: todos deberían tener hermanos, por último para aprender a pelear ;)

Patricio dijo...

Antes que nada muchas gracias Lady por tus cariñosos comentarios, hacía días que estaba por escribirte por lo que pusiste en "Hermandad", pero, tú sabes, a veces el tiempo se va y se va en cosas y cosas, en fin. De todas maneras, esto de las guerras entre hermanos no me deja de hacer sentido en el contexto desde el que escribo, donde cierta distancia se me hace cada vez más absurda, no pongo más por ahora.

Pola, también agradezco tu comentario, especialmente en eso que dices acerca de que cada hermandad permite un cierto crecimiento, con todo lo que conlleva "ya sea por contraste o por sincronía". Muy cierto.