Quiero hacer la paz con la tonta y con el tonto, con la peleadora y con el maleducado, con la señora que me toca la bocina y con el miedoso que están tanto fuera como dentro de mi. Quiero hacer la paz con mis recuerdos y con mis olvidos, con lo que he hecho y con lo que no haré, con lo que soy y con lo que ya no fui. Hacer la paz, como en la Iglesia, como los indios, como los jerarcas después de una guerra, la paz, la paz augusta y la paz de los mínimos actos, la paz que no inquieta, porque es buena, bienvenida, tranquilizadora.
Hay tantas cosas, tantos títulos, tantas imágenes que pienso antes de escribir, pero a la larga siempre termino improvisando algo que pienso mientras me pongo a escribir. Ahora quiero escribir de la paz, de esa palabra tan corta pero a la vez tan extensa y sutilmente intensa, la paz, que no es tranquilidad, ni tampoco ausencia de conflicto, sino solo eso tan simple que llamamos paz.
Paz interior, reflejada en el rostro, expresada en un mínimo gesto, en un discurso pronunciado sin errar ni titubeando, paz en el dormir y paz al despertar, paz al decir no y paz al afirmar nuestro querer, paz, simplemente, así como la cosa más simple pero a la vez la más importante. La más importante.
Paz para decir como para callar, paz para estar y para no estar, paz para afirmar nuestra vida y nuestro destino, para aceptar lo que hay y lo que no hay, lo lleno y lo vacío, lo que está aumentando y lo que empieza a menguar. Paz, simplemente paz.
Paz para tantas cosas, las que hay, las que ya no están y también para lo que vendrá. Paz para ti, que me lees, y también para quienes nunca, nunca leerán estas palabras.
Paz, como la ocupación primera, el contexto inicial donde escribir cualquier parte de nuestra historia.