Hoy por la mañana mi hermano me dijo que me tenía una mala noticia: a mi gato Bielsa lo habían atropellado. Cuando íbamos camino a verlo, Esteban me dijo que mejor no fuera, que él lo recogería, le dije que no, que era mi gato.
Y ahí estaba mi pobre y querido cucho, en el pavimento, frío y rígido, en un charquito de sangre, su ojito fuera y su colita parada. Probablemente lo habían atropellado por la noche y todo fue instantáneo. Mi Bielsa, mi gato que pensé iba a ser el matón del barrio, por sus patas gruesas y su habilidad para jugar a la pelotita de goma, mi cuchito cariñoso, que era como una pompa de pelitos suaves y generosos, mi gatito que me empezó a hacer compañía junto con su hermano, un día después que Maira partió a Brasil. Se fue de forma accidental, inesperada, como se van tantos gatos que nos hacen compañía. A veces parece mentira eso de que los gatos tienen siete vidas, porque aquí, ahora, cerca de donde escribo, en una esquina del patio de la casa está enterrado mi pobre gatito, y ya no ronronea, ya no ronronea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario